El Derecho a la Ciudad, El individual en la sociedad urbana: Salvador García Espinosa

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Hace 100 años 9% de la población mundial vivía en una ciudad, en la actualidad 56% de la población vive en zonas urbanizadas, y para el 2050 las proyecciones son de que 7 de cada 10 habitantes del Planeta residan en alguna ciudad. Más aún, 8 de cada 10 mexicanos habitamos en una ciudad. Por esta razón puede afirmarse que vivimos en un mundo urbano, aunque paradójicamente todas las ciudades en conjunto ocupan tan sólo el 3% de la superficie del Planeta.

El asunto urbano es verdaderamente significativo por muchas razones, más del 80% del Producto Interno Bruto (PIB) mundial se genera en las ciudades, en ellas se consumen dos tercios de la producción mundial de energía y de más del 70% de las emisiones de gases de efecto invernadero se producen en las urbes de todo el mundo. Pero tal vez, la transformación más significativa está en el modo de vida que llevamos quienes habitamos una ciudad.

Para Georg Simmel pionero en la preocupación sobre las consecuencias sociales de la urbanización sobre el individuo, según este sociólogo la ciudad (o la vida urbana) propicia que los individuos cambien sus formas tradicionales bajo las cuales se estructura la sociedad y desarrolla un anónimo complejo y de distanciación ante la intensidad de contactos con otros individuos.

Esta perspectiva de finales del siglo XIX parece seguir vigente, si analizamos cómo es nuestra ciudad y cómo la habitamos; de hecho, otro sociólogo de nombre Louis Wirth elaboró un ensayo muy relevante en 1938 que intituló “El urbanismo como modo de vida”, donde explica que la comunidad se transforma a una sociedad urbana a partir de tres factores principales: el aumento de la población, el incremento en la densidad y la heterogeneidad de la sociedad.

Para comprender la propuesta de Wirth, basta pensar en el “buenos días” que se acostumbra a intercambiar entre habitantes de una pequeña localidad de pocos habitantes, y menos densa que cualquier ciudad, cuando se encuentran por la calle. Tal vez no se conocen de nombre, pero saben a qué familia pertenecen. Por otro lado, en esta comunidad prevalece la homogeneidad social, en términos de que prácticamente todos se dedican a las mismas actividades agropecuarias y que se traduce en que los individuos tienen un único rol en la sociedad, las personas son conocidas por todos como Don fulano, el hijo de don zutano o la nieta de perengano.

Cuando el número de habitantes aumenta en una localidad y con ello la densidad, se produce en consecuencia, según Wirth, una heterogeneidad de la población. Ya que las actividades son muy diversas y, por lo tanto, comienzan las diferencias entre sus habitantes, entre los agricultores, los comerciantes, los funcionarios, los dueños y los empleados, etc., etc. Esto conlleva a una multiplicidad de roles sociales, una misma persona cumple el rol de padre de familia, de compañero de trabajo, de amigo, hijo, e incluso jefe en su trabajo.

De igual forma, en las localidades pequeñas se desdibuja la frontera entre lo público y lo privado, las casas no se encuentran cerradas, pero existe un respeto por la propiedad. Conforme aumenta la población, la densidad y la heterogeneidad social, se polariza la diferencia entre lo público y lo privado, incluso hasta se recrea lo publico en ámbitos privados como centros comerciales o clubes deportivos.

Contrario a lo que pudiera pensarse, la vida en la ciudad, el habitar un espacio en estrecha cercanía con miles de individuos más, propicia que limitemos y seamos selectivos en nuestros contactos, se fomenta la individualidad. Pensemos simplemente sí anteponemos nuestras necesidades y el bienestar individual a las del grupo o comunidad de la cual formamos parte. La ciudad promueve la independencia y la autosuficiencia, las decisiones, los logros, las metas y los deseos suelen definirse como personales, no como colectivos.

Todo lo anterior se manifiesta en nuestra ciudad, el dueño de una vivienda resuelve el acceso de su auto a su cochera sin importar que afecte e inhabilite el área peatonal por donde caminarán sus vecinos. Cuántas personas prefieren garantizar estacionar su automóvil, aunque invadan banquetas u obstaculicen rampas para personas con dificultades de movilidad. Construimos desarrollos habitacionales bardeados, para aislarnos de los que consideramos ajenos y construir un “ambiente de seguridad”, sin considerar que se fomenta la inseguridad de la ciudad en su conjunto.

Nos auto segregamos en la ciudad, construimos diferentes ciudades dentro de la que debería ser una misma ciudad, vivimos y convivimos con nuestros iguales y lejos de los “otros”, incluso aunque el otro sea cercano. No es casual que la tecnología incentive esta individualidad, los dispositivos electrónicos y la posibilidad de seleccionar contenidos y horarios personales. Las actividades que constituían dinámicas familiares como ver televisión, ir al cine o escuchar música, ahora constituyen dinámicas personales.

Día con día, deberíamos de hacer el ejercicio de pensar en ese otro por diferente que parezca: podríamos comenzar con un “buenos días” al llegar a un lugar o encontrar gente por la calle, que quienes son automovilistas piense en el peatón que desea cruzar la calle sin correr o sentirse que lo atropellan, que aquel que usa bicicleta se sienta protegido y cuidado por los automovilistas; que las mujeres y menores se sientan seguros en las calles de su ciudad.

Hoy, el reto que tenemos cada uno de los que habitamos una ciudad, es lograr generar vínculos de cohesión que superen las diferencias e intereses individuales. Lograr que lo público no sea tierra de nadie, sino que constituya un escenario común y de encuentro entre personas distintas, que tal vez no tengan en común nada, más allá de habitar en la misma ciudad.