El Derecho a la Ciudad
EDUCACIÓN PARA VIVIR MEJOR
Salvador García Espinosa
Cada que finaliza un ciclo escolar tengo la oportunidad de ver cómo muchos jóvenes presentan su examen y obtienen su título profesional. Durante los cinco años o más que duraron cursando sus estudios, como profesor se tiene la oportunidad de ver a los estudiantes en diferentes circunstancias: cuando recién ingresan, cuando van a la mitad de la carrera y cuando ya casi egresan. Desde el ejercicio docente se atestigua su evolución académica, pero la más importante: su madurez personal. El día de su examen se tiene la oportunidad de conocer a sus padres y familiares, y es doblemente satisfactorio cuando se constata el hecho de que muchas de las veces, aunque los padres no tengan estudios, hicieron el esfuerzo por brindarle a su hijo o hija la oportunidad de una formación profesional; pero, sobre todo, con una enorme expectativa de que esa educación le proporcionará mejores condiciones de vida.
Pocas veces se discute el papel de la educación en términos de esa expectativa de vida. Por esta razón, antes de abordar el tema, le pediré a quien amablemente lee estas líneas, que imagine que lleva su automóvil a la agencia de autos a que le realicen el servicio mecánico de mantenimiento periódico. Al llegar, le reciben el vehículo y le indican la hora de entrega, acto seguido realizan una revisión pormenorizada del automóvil, incluso con sofisticados sistemas computacionales que pueden detectar si requerirá, en un futuro próximo, alguna reparación mayor o si presenta un daño no perceptible con la inspección ocular. Para realizar tal diagnóstico, en el taller cuentan con una lista de puntos a revisar (sistema de frenos, dirección, sistema eléctrico, etc.), todo con la finalidad no dejar ningún aspecto sin analizar. A la hora convenida le entregan su automóvil y el informan que todo está bien, tal vez se le hicieron reparaciones menores o de mantenimiento.
Seguramente, nadie le preguntó a usted: ¿cómo se sentía manejando el auto? ¿Qué era lo que más le gustaba del vehículo? ¿Qué le disgustaba o mejoraría de su interior o de su funcionamiento? ¿Si pretendía seguir mucho tiempo con el carro o deseaba venderlo pronto? Y muchas más preguntas relacionadas con el automóvil, pero desde su perspectiva y relación como principal usuario.
Pues algo similar acontece con muchas de las evaluaciones o llamadas acreditaciones de programas académicos o instituciones educativas. Se trata de evaluaciones centradas en el funcionamiento del “sistema”, bajo indicadores académicos como la eficiencia terminal, referente a la diferencia entre el número de alumnos que ingresan y egresan; el índice de titulación, para conocer qué porcentaje del total de alumnos obtiene su grado en el tiempo y forma establecidos por el programa; el perfil académico de los docentes, sus publicaciones, etcétera.
Lo relevante del caso es considerar que, si bien se cumple con el objetivo de realizar una evaluación de carácter eminentemente académica, se dejan de lado aspectos sumamente importantes en términos de que los jóvenes que reciben educación tienen expectativas, necesidades y objetivos que pretenden lograr a través de sus estudios.
Si consideramos los múltiples perfiles de jóvenes que desean o requieren estudiar, nos daríamos cuenta que hay quienes cuentan con el apoyo familiar y económico, para dedicarse a sus estudios por cinco años, antes de pretender ingresar al mercado laboral. Algunos de ellos sólo disponen de un breve tiempo, uno o dos años máximo, para adquirir conocimientos que les permitan acceder a un empleo más o menos calificado y, por lo tanto, con un mejor sueldo que el salario mínimo. También existen jóvenes cuya situación económica familiar les imposibilita estudiar ante la apremiante necesidad de trabajar; además de un sinnúmero más de situaciones diversas.
Hoy se habla de educación en armonía con la naturaleza, se posiciona el tema educativo como base de una competitividad entre ciudades; pero poco se habla de las satisfacciones personales que proporciona la educación. Se trata de sumar esfuerzos para que la Educación siga siendo la mejor vía de movilidad social, entendida como la mejor, no tan sólo de condiciones económicas, sino de comprensión del mundo, de las situaciones en que se vive, de que cada individuo pueda hacer de mejor manera sus actividades productivas y, lo más importante, que logre un desarrollo que le haga sentir satisfecho y feliz.
Y es que debemos tener presente que, si bien la función principal de las instituciones como universidades, tecnológicos y demás subsistemas, es educar, la esencia es proporcionar herramientas y condiciones para que formar mejores seres humanos, no sólo mejores profesionales. Se trata de coadyuvar para que las personas, a través del estudio, puedan lograr ser más felices y tener una vida plena.
En este contexto, instituciones de educación superior, como la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, están obligadas a proporcionar la mayor cantidad de opciones educativas, no sólo aquellas que cumplen con criterios y estándares académicos; sino aquellas que pueden impactar positivamente en una mayor cantidad de jóvenes en muy diversas circunstancias. Nuestro objetivo último debe ser, que después de su paso por la Universidad, sin importar cuanto tiempo lograron estar en las aulas, sean mejores seres humanos, puedan acceder a mejores condiciones de vida y por ende a vivir mejor.